Romero me dijo una vez, en una conversación de madrugada: 'los escritores somos todos pajeros, chango'. Viniendo de él, y escuchada por mí, o por venir de él hacia mí, esa afirmación no puede circunscribirse al humor de usos y costumbres.
Que alguien sea 'pajero' no tiene que ver con la cantidad de veces que se masturba, sino con la fidelidad a una ética de la masturbación. El pajero fiel ,el escritor, sabe que el placer masturbatorio tiene que ver con el relato. Aún partiendo de una imagen fija, una foto pornográfica, para poder llevar la irrupción de la imagen omnipotente al deseo carnal propio, es necesario desplazarla en un relato, que implica, siempre, una sucesión temporal. La visión del órgano reproductor femenino, sin tiempo, no puede producir más que cierta curiosidad anatómica. Esta mujer de la foto, que está tirada de esa manera mirando la cámara, de esa manera, tiene que ser alguien. ¿Quién es? Es la hermana, la hija de alguien, tal vez incluso la madre. Eso ya es un paso. Ahora, cómo llego yo hasta la imagen. De algún lado la conozco. Ah, es la hija de mi jefe, cierto. Ahí está, la imagen gana profundidad, participa de un relato. Hay un escritor y pajero entonces. A qué viene esto. Los cuentos de Romero son trabajos sobre la ética del relato, él sabe algo de esto.
En un mundo donde el discurso se reduce a la potencia de las imágenes sin tiempo, el deseo es una ética narrativa.
Una característica de Romero como escritor, una característica de su forma de vivir la escritura que tiene efectos visibles en sus textos, es que siente un enorme placer al escribir. A mi suele extrañarme, al leerlo, que pueda sentir tanto placer escribiendo sobre unos personajes tan desolados, desesperados, amargados. Pero se puede pensar: es posible que el placer sea el sentimiento generado por la desarticulación súbita de un dolor. Así, por ejemplo, entenderíamos que la excitación sexual es un tipo específico de dolor, que al desarticularse provoca eso que llamamos placer.
La masturbación y la escritura son dos actividades que se realizan en soledad, y que implican, necesariamente, la existencia de otro. Acercarse al otro, que es inalcanzable de por sí, es una carrera hacia el infinito. Romero sabe que escribiendo nunca vamos a llegar al otro, pero al menos, si avanzamos en esa ruta siguiendo la dirección del relato, podemos caer cada tanto en la banquina de un placer irrepresentable.
Así, cuando se acerca y relata la tragedia de sus personajes como si fueran propias, al regalarles la posibilidad del relato a esos seres que ignoran qué parte de la coreografía de lo humano les corresponde, pero no pueden dejar de ejecutar los pasos que la vuelven perfecta, nos permite una perspectiva que pasa de la tensión insoportable a la carcajada redentora.
Para esto utiliza unas estructuras engañosamente lindantes con la fábula. Por el devenir de la acción, esos personajes parecen encarnar una sola característica, logrando así el efecto fabulesco, como cuando las fábulas utilizan animales para resaltar esta cualidad metonímica, haciendo que el personaje se vuelva la metáfora de otra cosa. Cuando los desangelados personajes de Romero están a punto de encarnar la metáfora de otra cosa, de pronto se disuelven, se vuelven todos sus matices, se vuelven inabarcables y dejan de representar cualquier cosa que no sea a ellos mismos y su soledad.
El estilo de Romero, a primera vista y desde una perspectiva puramente estética, puede parecer antiguo o anticuado. Utiliza todas las palabras que sean necesarias, a veces hasta prueba más de una para un mismo efecto, avanza con ritmo cansino, sin salir a buscar al lector. Quiero decir que no hace 'economía de recursos' ni tiene un 'ritmo avasallador', ni ninguna de esas cualidades gimnásticas y presupuestarias que suelen destacarse en las reseñas o críticas de los suplementos del domingo.
Que sea o parezca (en este punto da lo mismo) un libro antiguo no significa que esté escrito de una forma pasada de moda. Todo lo contrario. Es que en la prosa se siente un eco de otro tiempo, pero como si se tratara de la actualización constante de un ritual, o un oficio, o un oficio ritual que ha quedado en desuso, pero que puede mantenerse vivo como un secreto.
Ah, sí, la literatura.
Un texto pasado de moda, en cambio, no merece ser leído. No porque haya pasado, porque para que haya literatura tiene que haber pasado, sino porque la moda, al imponer su propia lógica, se extingue cuando ya no es presente. Y Tantas noches es antiguo comparado con una literatura, muy de moda, que se hace fuerte en los planos temporales superpuestos. En estos tiempos, por un extraño efecto de aplanamento de la historicidad, se escribe ya concibiendo la lectura que en el futuro se hará del texto. Inevitablemente esto produce textos de moda, textos que no se hacen con la materia jabonosa de la realidad presente sino para calmar la angustia del consumidor que quiere pensar ya desde un futuro que no va a conocer.
Si desde la teoría nos ponemos a pensar qué dirá el futuro sobre la literatura actual, y recién desde ahí escribimos, si creemos que el presente necesita una literatura acorde, como si fuera posible la discordancia, nos quedamos congelados ante la imagen del futuro reflejada en el lago y nos ahogamos de presente.
Porque el futuro es la imagen del futuro, y la imagen pura es la negación de la muerte. En este libro cada imagen está cargada de tiempo: un negro basquetbolista fracasado, que trabaja de taxi boy y tiene los ojos más tristes del mundo, se mira el tiempo en un espejo y ensaya una jugada de Jordan; unos payasos se multiplican cuando nadie los mira, cuando no son imagen para nadie. Un ex militar que trabaja de sereno en una fábrica se adhiere a la imagen de una luz lejana y titilante en la que cree descubrir, o inventar, una serie de mensajes.
La otra literatura, la del presente puro, que se propone histórica ya mismo, como el día en que un par de aviones se estrellaron contra unas torres produciendo el momento más rápidamente histórico de la historia, esta literatura sólo puede ser defendida desde el cinismo. Tantas noches... es un libro que, me da la impresión, no tolera una lectura cínica. Y el cinismo ya fue. Pasó de moda. No merece ser utilizado como perspectiva para leer nada.
La negación de la trascendencia, que propone la lectura cínica, trae consigo, o necesita, la amortiguación del efecto de intrascendencia, velando el temita este de la finitud. Por eso una lectura cínica se quedaría dormida leyendo este libro que se hace carne justamente en medio de ese embrollo temporal, que encarna ese vacío.
El escenario en que estos cuentos desarrollan su enmascarada temporalidad es la noche. Y acá el título es medio engañoso, o erróneo (suele generar estos errores el lenguaje que es un virus cuando se apela a frases construidas como slogans): el verdadero título debería ser Tanta noche como sea necesaria. La noche es una sola, para todos los personajes, la misma; no puede ser dos porque nunca termina. La noche que nunca termina tiene que ser, es, una sola. Y esto no es tan solo una metáfora. Parte del talento de Romero, ya lo dije, consiste en la capacidad para dribblear las metáforas que la acción de sus textos proponen. Porque la noche tiene esa capacidad, según podemos leer en estos cuentos, de reproducirse, de ser la misma cada vez, como una reabsorción de cada noche en la noche. El día es la sucesión, el ritmo. Las pequeñas variaciones y la acumulación que genera el sentido, la identidad, los relatos oficiales. La noche, en cambio, empieza desde cero cada vez. Y si la noche no termina, si se erradica por fin el ritmo, se genera un escenario donde ningún relato puede detenerse ni terminar.
Los finales de estos cuentos tienen esa curiosidad: pareciera que los personajes están desesperados por terminar el cuento, por encontrar un desenlace que les permita ubicar su historia en el pasado, un punto que haga que la herida cierre, mientras el autor disuelve todas las certezas en un continuo que amenaza con el infinito.
Así, entonces, en lugar de hacer que sus personajes encuentren un escenario donde actuar reforzando su identidad, en lugar de darle a sus personajes lo que quieren, les da lo contrario para ver qué hacen. Les da el infinito. Y así estos bichitos, todos medio suicidas ante la noche eterna que se les viene, son una defensa exaltada, una apología, de la finitud del hombre.
Y es así como un escritor, sin compasión, puede convertir la tragedia en carnaval.
Que alguien sea 'pajero' no tiene que ver con la cantidad de veces que se masturba, sino con la fidelidad a una ética de la masturbación. El pajero fiel ,el escritor, sabe que el placer masturbatorio tiene que ver con el relato. Aún partiendo de una imagen fija, una foto pornográfica, para poder llevar la irrupción de la imagen omnipotente al deseo carnal propio, es necesario desplazarla en un relato, que implica, siempre, una sucesión temporal. La visión del órgano reproductor femenino, sin tiempo, no puede producir más que cierta curiosidad anatómica. Esta mujer de la foto, que está tirada de esa manera mirando la cámara, de esa manera, tiene que ser alguien. ¿Quién es? Es la hermana, la hija de alguien, tal vez incluso la madre. Eso ya es un paso. Ahora, cómo llego yo hasta la imagen. De algún lado la conozco. Ah, es la hija de mi jefe, cierto. Ahí está, la imagen gana profundidad, participa de un relato. Hay un escritor y pajero entonces. A qué viene esto. Los cuentos de Romero son trabajos sobre la ética del relato, él sabe algo de esto.
En un mundo donde el discurso se reduce a la potencia de las imágenes sin tiempo, el deseo es una ética narrativa.
Una característica de Romero como escritor, una característica de su forma de vivir la escritura que tiene efectos visibles en sus textos, es que siente un enorme placer al escribir. A mi suele extrañarme, al leerlo, que pueda sentir tanto placer escribiendo sobre unos personajes tan desolados, desesperados, amargados. Pero se puede pensar: es posible que el placer sea el sentimiento generado por la desarticulación súbita de un dolor. Así, por ejemplo, entenderíamos que la excitación sexual es un tipo específico de dolor, que al desarticularse provoca eso que llamamos placer.
La masturbación y la escritura son dos actividades que se realizan en soledad, y que implican, necesariamente, la existencia de otro. Acercarse al otro, que es inalcanzable de por sí, es una carrera hacia el infinito. Romero sabe que escribiendo nunca vamos a llegar al otro, pero al menos, si avanzamos en esa ruta siguiendo la dirección del relato, podemos caer cada tanto en la banquina de un placer irrepresentable.
Así, cuando se acerca y relata la tragedia de sus personajes como si fueran propias, al regalarles la posibilidad del relato a esos seres que ignoran qué parte de la coreografía de lo humano les corresponde, pero no pueden dejar de ejecutar los pasos que la vuelven perfecta, nos permite una perspectiva que pasa de la tensión insoportable a la carcajada redentora.
Para esto utiliza unas estructuras engañosamente lindantes con la fábula. Por el devenir de la acción, esos personajes parecen encarnar una sola característica, logrando así el efecto fabulesco, como cuando las fábulas utilizan animales para resaltar esta cualidad metonímica, haciendo que el personaje se vuelva la metáfora de otra cosa. Cuando los desangelados personajes de Romero están a punto de encarnar la metáfora de otra cosa, de pronto se disuelven, se vuelven todos sus matices, se vuelven inabarcables y dejan de representar cualquier cosa que no sea a ellos mismos y su soledad.
El estilo de Romero, a primera vista y desde una perspectiva puramente estética, puede parecer antiguo o anticuado. Utiliza todas las palabras que sean necesarias, a veces hasta prueba más de una para un mismo efecto, avanza con ritmo cansino, sin salir a buscar al lector. Quiero decir que no hace 'economía de recursos' ni tiene un 'ritmo avasallador', ni ninguna de esas cualidades gimnásticas y presupuestarias que suelen destacarse en las reseñas o críticas de los suplementos del domingo.
Que sea o parezca (en este punto da lo mismo) un libro antiguo no significa que esté escrito de una forma pasada de moda. Todo lo contrario. Es que en la prosa se siente un eco de otro tiempo, pero como si se tratara de la actualización constante de un ritual, o un oficio, o un oficio ritual que ha quedado en desuso, pero que puede mantenerse vivo como un secreto.
Ah, sí, la literatura.
Un texto pasado de moda, en cambio, no merece ser leído. No porque haya pasado, porque para que haya literatura tiene que haber pasado, sino porque la moda, al imponer su propia lógica, se extingue cuando ya no es presente. Y Tantas noches es antiguo comparado con una literatura, muy de moda, que se hace fuerte en los planos temporales superpuestos. En estos tiempos, por un extraño efecto de aplanamento de la historicidad, se escribe ya concibiendo la lectura que en el futuro se hará del texto. Inevitablemente esto produce textos de moda, textos que no se hacen con la materia jabonosa de la realidad presente sino para calmar la angustia del consumidor que quiere pensar ya desde un futuro que no va a conocer.
Si desde la teoría nos ponemos a pensar qué dirá el futuro sobre la literatura actual, y recién desde ahí escribimos, si creemos que el presente necesita una literatura acorde, como si fuera posible la discordancia, nos quedamos congelados ante la imagen del futuro reflejada en el lago y nos ahogamos de presente.
Porque el futuro es la imagen del futuro, y la imagen pura es la negación de la muerte. En este libro cada imagen está cargada de tiempo: un negro basquetbolista fracasado, que trabaja de taxi boy y tiene los ojos más tristes del mundo, se mira el tiempo en un espejo y ensaya una jugada de Jordan; unos payasos se multiplican cuando nadie los mira, cuando no son imagen para nadie. Un ex militar que trabaja de sereno en una fábrica se adhiere a la imagen de una luz lejana y titilante en la que cree descubrir, o inventar, una serie de mensajes.
La otra literatura, la del presente puro, que se propone histórica ya mismo, como el día en que un par de aviones se estrellaron contra unas torres produciendo el momento más rápidamente histórico de la historia, esta literatura sólo puede ser defendida desde el cinismo. Tantas noches... es un libro que, me da la impresión, no tolera una lectura cínica. Y el cinismo ya fue. Pasó de moda. No merece ser utilizado como perspectiva para leer nada.
La negación de la trascendencia, que propone la lectura cínica, trae consigo, o necesita, la amortiguación del efecto de intrascendencia, velando el temita este de la finitud. Por eso una lectura cínica se quedaría dormida leyendo este libro que se hace carne justamente en medio de ese embrollo temporal, que encarna ese vacío.
El escenario en que estos cuentos desarrollan su enmascarada temporalidad es la noche. Y acá el título es medio engañoso, o erróneo (suele generar estos errores el lenguaje que es un virus cuando se apela a frases construidas como slogans): el verdadero título debería ser Tanta noche como sea necesaria. La noche es una sola, para todos los personajes, la misma; no puede ser dos porque nunca termina. La noche que nunca termina tiene que ser, es, una sola. Y esto no es tan solo una metáfora. Parte del talento de Romero, ya lo dije, consiste en la capacidad para dribblear las metáforas que la acción de sus textos proponen. Porque la noche tiene esa capacidad, según podemos leer en estos cuentos, de reproducirse, de ser la misma cada vez, como una reabsorción de cada noche en la noche. El día es la sucesión, el ritmo. Las pequeñas variaciones y la acumulación que genera el sentido, la identidad, los relatos oficiales. La noche, en cambio, empieza desde cero cada vez. Y si la noche no termina, si se erradica por fin el ritmo, se genera un escenario donde ningún relato puede detenerse ni terminar.
Los finales de estos cuentos tienen esa curiosidad: pareciera que los personajes están desesperados por terminar el cuento, por encontrar un desenlace que les permita ubicar su historia en el pasado, un punto que haga que la herida cierre, mientras el autor disuelve todas las certezas en un continuo que amenaza con el infinito.
Así, entonces, en lugar de hacer que sus personajes encuentren un escenario donde actuar reforzando su identidad, en lugar de darle a sus personajes lo que quieren, les da lo contrario para ver qué hacen. Les da el infinito. Y así estos bichitos, todos medio suicidas ante la noche eterna que se les viene, son una defensa exaltada, una apología, de la finitud del hombre.
Y es así como un escritor, sin compasión, puede convertir la tragedia en carnaval.