Por Ricardo Romero
Para empezar, una pequeña fábula:
Había una vez una ciudad en la que todos sus habitantes tenían una pasión en común, el teatro de autómatas. Desde muy chicos los niños eran observados, y si acaso se distinguía en alguno de ellos la sensibilidad artística propicia, se los llevaba a alguno de los talleres de los grandes maestros para que aprendieran este arte, y se convirtieran, después de un duro y largo aprendizaje, en los nuevos hacedores del teatro de autómatas. Un día un niño demostró ser uno de los más talentosos automatistas de todos los tiempos. La realidad profunda y detallada de sus miniaturas logró que la gente se enamorara de sus criaturas en los pocos minutos que duraba cada representación. Parecían tener vida, parecían ser seres humanos. El niño ya hombre fue un maestro consagrado, hasta que un día desapareció. Diez años después volvió, había estado pensando en su arte. La gente se amontonó para presenciar su nueva obra, pero algo había pasado. Sus autómatas ahora habían perdido la gracia, sus movimientos eran tensos, sus mecanismos visibles. Algunos pensaron que el gran maestro había perdido el talento. Otros, unos pocos, entendieron que el gran maestro había ido más allá. Sus autómatas ya no representaban la tragedia humana. Sus autómatas representaban la tragedia propia de los autómatas.
En pocas y torpes palabras, este es el argumento de “El nuevo teatro de autómatas”, de Steven Millhauser, uno de los perturbadores cuentos que integran el libro El lanzador de cuchillos. Si me he tomado el trabajo de oficiar como un Pierre Menard desvergonzado y epilogal, es porque no he podido desprenderme de la fábula que Millhauser nos cuenta y dejar de asociar a este teatro de autómatas con la literatura. Supongo que nadie que lea esta revista me culpará por eso: todo, de una manera u otra, nos lleva a la literatura. Somos esa ciudad fascinada por un artilugio a través del cual intentamos entender el mundo o desentendernos de él. Como habitantes alucinados vemos en la calle un rostro, un gesto, un accidente que nos recuerda algo que hemos leído, y no viceversa. Es interesante e incómodo darnos cuentas de que son más las veces en que la vida nos recuerda a la literatura, que las ocasiones en que la literatura nos recuerda a la vida. Como si la vida fuera un eco malsano de la literatura (y esto no es ni deja de ser borgeano, no se trata de ser ratones de biblioteca, se trata de mirar el mundo narrándolo). Y sí, se podría decir que estamos un poco enfermos. Una curiosa enfermedad para la que la única cura posible es más de esa misma enfermedad. Así de dramáticos somos, convalecientes eternos tratando de juntar la mayor cantidad de gente posible a los pies de nuestra cama siempre última.
Pero retomando la fábula, hay que decir que la literatura tiene sus propios automatistas escandalosos. Después de Kafka y Beckett, ya nada puede ser lo mismo. Sus criaturas, a la par que nos revelan los mecanismos más oscuros y esenciales del ser humano y su ser en sociedad, se liberan de nosotros, entran en la deriva de su propia naturaleza. Después de ellos, es evidente que ya no podemos escribir y sobre todo leer creyendo que lo que cada obra nos presenta es una variante más de los vericuetos reales, posibles o imposibles de la existencia humana. No. La ontología de un personaje no es la misma que la de una persona. ¿Qué es lo que hacen Rosencratz y Guildenstern mientras no están en escena? Esa es la pregunta que la literatura debería hacerse más seguido. Pero no es necesario escribir la obra de Sttopard que se toma al pie de la letra esta pregunta, posmodernidad o no mediante. Es suficiente con que volvamos sobre Hamlet, y veamos que lo que sucede, sucede desde siempre, sus ser o no ser es otro y el mismo. La fábula nos acompaña para explicarnos el mundo desde hace rato, y siempre se ha tratado de otros. No somos los héroes, menos aún los dioses; no somos los antihéroes modernos, ni tampoco los superhéroes. No somos ni Erdosain ni Batman, ni podríamos serlo. ¿Es tan obvio decir esto? Ellos son personajes y sus tragedias y aventuras tienen otra naturaleza. Cualquier folletín de Dumas es tan revelador al respecto como las metamorfosis y los espasmos lautreamontianos.
El problema entonces sería el realismo. Qué es el realismo bien entendido y dónde queda parado, porque no se trata de que ahora los personajes tengan que tener tres patas. Es una cuestión de proyectos y de lectores. A falta de claridad conceptual, un ejemplo. Como lector, para mí una cosa es el realismo sociológico de Fogwill en una novela como Vivir Afuera (a pesar, ejem, de que los personajes marginales hablan de “aquí” y de “allí” en vez de decir “acá” o “allá”), y otra cosa muy distinta es el realismo sobrenatural de Carver. Jamás podría confundir sus personajes con alguna persona o sujeto social, como sí me pasa en Vivir Afuera: me resulta evidente que Carver sabía hasta al dolor que el silencio de la literatura no es el mismo silencio que el de la vida. El realismo de Carver, en última instancia, nos ofrece un mundo parecido, que no es representación sino generación, y entre las grietas de las similitudes y las diferencias nace su perturbadora potencia. La novela de Fogwill nos muestra un enorme talento pero en mi lectura adolece del vicio de la realidad, y por eso es posible señalar “ruidos” como el de “aquí” y el “acá”: está claro que lo verosímil varía en tanto la génesis del universo narrativo se basa en un principio representativo y no generativo. Porque no se trata de experimentar hasta lo ilegible, sino de captar el foco central del problema de la verosimilitud: el drama propio de los personajes y su mundo discursivo. Particularmente creo que el cómic, el cine y ciertas series de televisión como Twin Peaks y Lost lo han resuelto de manera más efectiva que la literatura, quizás porque la naturaleza de estas obras está más inmediatamente ligada al efecto, como herederos, en el caso de las series, de los folletines literarios del siglo XIX. Es cuestión de que aceptemos que el drama que se desarrolla frente a nuestros ojos es algo extraño, que la muerte hacia la que caminan esas criaturas no es la muerte hacia la que caminamos nosotros. Entonces ya no serán mero reflejo, más allá de los ultramundos fantásticos o los realismos de clase media: serán lo otro. Sin Dios ni dioses, sin demonios y, por ahora, sin seres de otro planeta o dimensión, necesitamos interlocutores para nuestra especie. ¿Quiénes son ellos, los personajes? ¿Realmente son seres inventados por nosotros, por la banalidad de nuestras idealizaciones, por nuestra vanidad de multiplicar la imperfección y el espanto? Con miedo, con la misma ansiedad física con la que buscamos el sexo, nos sometemos una y otra vez a este diálogo de ecos, resonancias, reflejos vivos y contradictorios de dos naturalezas narrando su perplejidad.
Había una vez una ciudad en la que todos sus habitantes tenían una pasión en común, el teatro de autómatas. Desde muy chicos los niños eran observados, y si acaso se distinguía en alguno de ellos la sensibilidad artística propicia, se los llevaba a alguno de los talleres de los grandes maestros para que aprendieran este arte, y se convirtieran, después de un duro y largo aprendizaje, en los nuevos hacedores del teatro de autómatas. Un día un niño demostró ser uno de los más talentosos automatistas de todos los tiempos. La realidad profunda y detallada de sus miniaturas logró que la gente se enamorara de sus criaturas en los pocos minutos que duraba cada representación. Parecían tener vida, parecían ser seres humanos. El niño ya hombre fue un maestro consagrado, hasta que un día desapareció. Diez años después volvió, había estado pensando en su arte. La gente se amontonó para presenciar su nueva obra, pero algo había pasado. Sus autómatas ahora habían perdido la gracia, sus movimientos eran tensos, sus mecanismos visibles. Algunos pensaron que el gran maestro había perdido el talento. Otros, unos pocos, entendieron que el gran maestro había ido más allá. Sus autómatas ya no representaban la tragedia humana. Sus autómatas representaban la tragedia propia de los autómatas.
En pocas y torpes palabras, este es el argumento de “El nuevo teatro de autómatas”, de Steven Millhauser, uno de los perturbadores cuentos que integran el libro El lanzador de cuchillos. Si me he tomado el trabajo de oficiar como un Pierre Menard desvergonzado y epilogal, es porque no he podido desprenderme de la fábula que Millhauser nos cuenta y dejar de asociar a este teatro de autómatas con la literatura. Supongo que nadie que lea esta revista me culpará por eso: todo, de una manera u otra, nos lleva a la literatura. Somos esa ciudad fascinada por un artilugio a través del cual intentamos entender el mundo o desentendernos de él. Como habitantes alucinados vemos en la calle un rostro, un gesto, un accidente que nos recuerda algo que hemos leído, y no viceversa. Es interesante e incómodo darnos cuentas de que son más las veces en que la vida nos recuerda a la literatura, que las ocasiones en que la literatura nos recuerda a la vida. Como si la vida fuera un eco malsano de la literatura (y esto no es ni deja de ser borgeano, no se trata de ser ratones de biblioteca, se trata de mirar el mundo narrándolo). Y sí, se podría decir que estamos un poco enfermos. Una curiosa enfermedad para la que la única cura posible es más de esa misma enfermedad. Así de dramáticos somos, convalecientes eternos tratando de juntar la mayor cantidad de gente posible a los pies de nuestra cama siempre última.
Pero retomando la fábula, hay que decir que la literatura tiene sus propios automatistas escandalosos. Después de Kafka y Beckett, ya nada puede ser lo mismo. Sus criaturas, a la par que nos revelan los mecanismos más oscuros y esenciales del ser humano y su ser en sociedad, se liberan de nosotros, entran en la deriva de su propia naturaleza. Después de ellos, es evidente que ya no podemos escribir y sobre todo leer creyendo que lo que cada obra nos presenta es una variante más de los vericuetos reales, posibles o imposibles de la existencia humana. No. La ontología de un personaje no es la misma que la de una persona. ¿Qué es lo que hacen Rosencratz y Guildenstern mientras no están en escena? Esa es la pregunta que la literatura debería hacerse más seguido. Pero no es necesario escribir la obra de Sttopard que se toma al pie de la letra esta pregunta, posmodernidad o no mediante. Es suficiente con que volvamos sobre Hamlet, y veamos que lo que sucede, sucede desde siempre, sus ser o no ser es otro y el mismo. La fábula nos acompaña para explicarnos el mundo desde hace rato, y siempre se ha tratado de otros. No somos los héroes, menos aún los dioses; no somos los antihéroes modernos, ni tampoco los superhéroes. No somos ni Erdosain ni Batman, ni podríamos serlo. ¿Es tan obvio decir esto? Ellos son personajes y sus tragedias y aventuras tienen otra naturaleza. Cualquier folletín de Dumas es tan revelador al respecto como las metamorfosis y los espasmos lautreamontianos.
El problema entonces sería el realismo. Qué es el realismo bien entendido y dónde queda parado, porque no se trata de que ahora los personajes tengan que tener tres patas. Es una cuestión de proyectos y de lectores. A falta de claridad conceptual, un ejemplo. Como lector, para mí una cosa es el realismo sociológico de Fogwill en una novela como Vivir Afuera (a pesar, ejem, de que los personajes marginales hablan de “aquí” y de “allí” en vez de decir “acá” o “allá”), y otra cosa muy distinta es el realismo sobrenatural de Carver. Jamás podría confundir sus personajes con alguna persona o sujeto social, como sí me pasa en Vivir Afuera: me resulta evidente que Carver sabía hasta al dolor que el silencio de la literatura no es el mismo silencio que el de la vida. El realismo de Carver, en última instancia, nos ofrece un mundo parecido, que no es representación sino generación, y entre las grietas de las similitudes y las diferencias nace su perturbadora potencia. La novela de Fogwill nos muestra un enorme talento pero en mi lectura adolece del vicio de la realidad, y por eso es posible señalar “ruidos” como el de “aquí” y el “acá”: está claro que lo verosímil varía en tanto la génesis del universo narrativo se basa en un principio representativo y no generativo. Porque no se trata de experimentar hasta lo ilegible, sino de captar el foco central del problema de la verosimilitud: el drama propio de los personajes y su mundo discursivo. Particularmente creo que el cómic, el cine y ciertas series de televisión como Twin Peaks y Lost lo han resuelto de manera más efectiva que la literatura, quizás porque la naturaleza de estas obras está más inmediatamente ligada al efecto, como herederos, en el caso de las series, de los folletines literarios del siglo XIX. Es cuestión de que aceptemos que el drama que se desarrolla frente a nuestros ojos es algo extraño, que la muerte hacia la que caminan esas criaturas no es la muerte hacia la que caminamos nosotros. Entonces ya no serán mero reflejo, más allá de los ultramundos fantásticos o los realismos de clase media: serán lo otro. Sin Dios ni dioses, sin demonios y, por ahora, sin seres de otro planeta o dimensión, necesitamos interlocutores para nuestra especie. ¿Quiénes son ellos, los personajes? ¿Realmente son seres inventados por nosotros, por la banalidad de nuestras idealizaciones, por nuestra vanidad de multiplicar la imperfección y el espanto? Con miedo, con la misma ansiedad física con la que buscamos el sexo, nos sometemos una y otra vez a este diálogo de ecos, resonancias, reflejos vivos y contradictorios de dos naturalezas narrando su perplejidad.
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* Publicado en la revista literaria Los Asesinos Tímidos
1 Léase interesante como interesaban las cosas en otros tiempos: “la víctima fue interesada de cinco puñaladas”. Todavía interesar sigue siendo en los diccionarios, dañar alguna parte del cuerpo.