Por Ricardo Romero
La literatura, ya lo sabía Platón, es un gran malentendido. Platón lo sabía y por eso dejó afuera de su república a los poetas. No por dañinos, sino por inútiles (adentro no servían para nada). Los dejó afuera para que vieran mejor lo que sucedía adentro, para que nunca perdieran la perspectiva de la intemperie. Y es que escribir siempre será un errar en las tres acepciones del benemérito mamotreto citado más arriba. Será equivocarse, equivocarse persistentemente; será no cumplir, lo será siempre; será deambular por la intemperie del lenguaje como un sonámbulo que abre la puerta del ropero creyendo que abre la puerta que da a la calle; será divagar, perder el tiempo y nunca más volver a encontrarlo.
Ahora bien, para el trasnochado que crea que esta es una visión romántica de la literatura, que lea una y otra vez el párrafo anterior como si fuera un mantra hasta que sólo le queden sonidos, hasta que pierda por completo cualquier sentido. Ahí recién tal vez entienda lo que estoy queriendo decir. O no, pero al menos no lo va a entender mal. Porque equivocarse una vez es una torpeza, equivocarse varias veces una necedad, equivocarse siempre un fallo, un fallo que pasa a ser de una consecuencia del fallar a una consecuencia del decidir. Quien escribe lo hace con lucidez, sin raptos mesiánicos ni musas, solo y bien solito con sus capacidades, limitaciones y obsesiones, a medias entre el placer y el hastío, entre la soberbia del demiurgo y la increíble modestia que la intemperie omnipresente le impone.
Divagar, errar, estoy empezando el tercer párrafo y todavía no he empezado a hablar de lo que quería. Porque como todo elogio que pretenda llegar al centro de lo elogiado, voy a empezar por referirme a lo que no es. Es decir, no defendiendo el error y su errancia, sino atacando a la corrección. La corrección entendida en sus dos acepciones sumadas, la acción y el efecto de corregir y la cualidad de ser correcto (ver otra vez la RAE), la acción y el efecto de corregir para ser correcto.
Creo que ya voy afinando la puntería, de seguro en el blanco no doy, pero espero volarle el peluquín a más de uno.
Como todo en nuestro mundo, la escritura se ha profesionalizado. El oficio se ha vuelto medianamente rentable, malabares de por medio, y muchos somos los que aspiramos a que nuestras páginas nos ayuden a vivir... Sí, sé que esta visión es demasiado optimista, una utopía casi, pero es una utopía que malamente todos los que escribimos tenemos, y es como utopía como actúa, porque a partir de ella nos proyectamos aunque no lo confesemos. Y es en este ámbito del deseo en donde el corregir cambia muchas veces su signo. Porque corregir un texto es parte de su creación, eso no lo voy a discutir, y es parte de ese divague hacia el infinito, ya que nunca dejaremos de hacerlo. Corregir es errar una y otra vez, y el error es finalmente el estilo. Creo con fervor que una texto al que no le sobra nada, es porque le está faltando algo. Se me podrá decir que hay poemas y cuentos a los que no les sobra ni una coma, y yo diré que sí le sobran, sólo que de manera brillante. Por otra parte, lo que le sobra a un cuento de Carver es Carver, lo que le sobra a un poema de Pizarnik es Pizarnik, lo que le sobra a una novela de Onetti es Onetti, y lo que le sobra a Borges es Borges. El problema es cuando se corrige no para llegar al más perfecto perfil de nuestro errar, sino para, algunos talleres literarios y todas las escuelas de Letras de por medio, ser correctos. Escribir es la bifurcación, el camino hacia el castillo del vampiro o la casona de la familia caníbal que tomaremos mientras el espectador que somos se dice a sí mismo, “pero no se da cuenta que para ese lado los van a matar...”. Y sí, en el mejor de los casos no nos damos cuenta. Por lo tanto no hay lugar para ser correctos. Podemos ser correctos cuando nos sentamos a la mesa con nuestros suegros (al menos la primera vez), cuando sonreímos para la foto de la primera comunión, cuando llegamos a horario a nuestro trabajo y cumplimos con nuestras tareas. Podemos ser correctos cuando nos lavamos los diente a pesar de Cortázar, cuando ordenamos nuestros libros en la biblioteca por países o alfabéticamente, cuando contestamos una entrevista (al menos la primera vez). Pero no cuando escribimos, y eso es lo que entre los talleres literarios, las escuelas de Letras, el periodismo especializado y los que rigen el mercado, se deja muchas veces de lado. Es como estar adentro de la república de Platón, donde las miradas están encadenadas unas a otras por el civismo. Por eso es fácil hoy en día encontrarse con libros escritos con higiene quirúrgica, con oficio, con manejo de los instrumentos del lenguaje (interesante ver lo que Quintín dice al respecto de los paszkosquianos en su análisis de La joven guardia). Libros que se leen y se entienden y hasta a veces con suerte se disfrutan cuando esperamos correctamente el colectivo. Libros cordiales que a la larga nos volverían lectores cordiales, sino fuera por esos otros libros que maltratan nuestro entendimiento y que recomendaremos con una insistencia fastidiosa, para después sentirnos más solos todavía frente a la extraña y variada recepción ajena. Porque esos otros libros tienen la virtud de elegir a sus lectores como los lectores los eligen a ellos. No son democráticos. No son políticamente correctos. Son esos libros que se sumergen en lo desconocido, como diría Bolaño. Y ojo, no es necesario que sean “difíciles”, revulsivos o experimentales. No hay que confundir gordura con hinchazón, nunca mejor usado por mí este refrán. Soriano escribió de esos libros, los escribió y escribe Stephen King, lo hizo Simenon.
Finalmente, escribir “bien” sólo puede significar una cosa: escribir con honestidad. Y ser honestos es aceptar que hay cosas a las que no podemos renunciar, porque el estilo es también la forma más acabada de nuestros vicios. Un adjetivo que no da vida, mata, dicen, pero a veces hay que saber que es mejor morir de adjetivitis y no sobrevivir en el limbo de los sustantivos circunspectos. Flaubert decía que era Madame Bovary. Yo digo entonces que soy ese adjetivo, ese merodeo de ideas, ese giro que no va a ninguna parte y que, al menos en la intención, se lanza a lo desconocido. Errar al fin, dar un paso sobre el vacío y después dar otro. Así están las cosas para mí. Flaubert era una mujer histérica, yo soy un adjetivo innecesario, y la literatura sigue siendo el malentendido nuestro de cada día, el hambre para hoy y el pan para mañana.
Ahora bien, para el trasnochado que crea que esta es una visión romántica de la literatura, que lea una y otra vez el párrafo anterior como si fuera un mantra hasta que sólo le queden sonidos, hasta que pierda por completo cualquier sentido. Ahí recién tal vez entienda lo que estoy queriendo decir. O no, pero al menos no lo va a entender mal. Porque equivocarse una vez es una torpeza, equivocarse varias veces una necedad, equivocarse siempre un fallo, un fallo que pasa a ser de una consecuencia del fallar a una consecuencia del decidir. Quien escribe lo hace con lucidez, sin raptos mesiánicos ni musas, solo y bien solito con sus capacidades, limitaciones y obsesiones, a medias entre el placer y el hastío, entre la soberbia del demiurgo y la increíble modestia que la intemperie omnipresente le impone.
Divagar, errar, estoy empezando el tercer párrafo y todavía no he empezado a hablar de lo que quería. Porque como todo elogio que pretenda llegar al centro de lo elogiado, voy a empezar por referirme a lo que no es. Es decir, no defendiendo el error y su errancia, sino atacando a la corrección. La corrección entendida en sus dos acepciones sumadas, la acción y el efecto de corregir y la cualidad de ser correcto (ver otra vez la RAE), la acción y el efecto de corregir para ser correcto.
Creo que ya voy afinando la puntería, de seguro en el blanco no doy, pero espero volarle el peluquín a más de uno.
Como todo en nuestro mundo, la escritura se ha profesionalizado. El oficio se ha vuelto medianamente rentable, malabares de por medio, y muchos somos los que aspiramos a que nuestras páginas nos ayuden a vivir... Sí, sé que esta visión es demasiado optimista, una utopía casi, pero es una utopía que malamente todos los que escribimos tenemos, y es como utopía como actúa, porque a partir de ella nos proyectamos aunque no lo confesemos. Y es en este ámbito del deseo en donde el corregir cambia muchas veces su signo. Porque corregir un texto es parte de su creación, eso no lo voy a discutir, y es parte de ese divague hacia el infinito, ya que nunca dejaremos de hacerlo. Corregir es errar una y otra vez, y el error es finalmente el estilo. Creo con fervor que una texto al que no le sobra nada, es porque le está faltando algo. Se me podrá decir que hay poemas y cuentos a los que no les sobra ni una coma, y yo diré que sí le sobran, sólo que de manera brillante. Por otra parte, lo que le sobra a un cuento de Carver es Carver, lo que le sobra a un poema de Pizarnik es Pizarnik, lo que le sobra a una novela de Onetti es Onetti, y lo que le sobra a Borges es Borges. El problema es cuando se corrige no para llegar al más perfecto perfil de nuestro errar, sino para, algunos talleres literarios y todas las escuelas de Letras de por medio, ser correctos. Escribir es la bifurcación, el camino hacia el castillo del vampiro o la casona de la familia caníbal que tomaremos mientras el espectador que somos se dice a sí mismo, “pero no se da cuenta que para ese lado los van a matar...”. Y sí, en el mejor de los casos no nos damos cuenta. Por lo tanto no hay lugar para ser correctos. Podemos ser correctos cuando nos sentamos a la mesa con nuestros suegros (al menos la primera vez), cuando sonreímos para la foto de la primera comunión, cuando llegamos a horario a nuestro trabajo y cumplimos con nuestras tareas. Podemos ser correctos cuando nos lavamos los diente a pesar de Cortázar, cuando ordenamos nuestros libros en la biblioteca por países o alfabéticamente, cuando contestamos una entrevista (al menos la primera vez). Pero no cuando escribimos, y eso es lo que entre los talleres literarios, las escuelas de Letras, el periodismo especializado y los que rigen el mercado, se deja muchas veces de lado. Es como estar adentro de la república de Platón, donde las miradas están encadenadas unas a otras por el civismo. Por eso es fácil hoy en día encontrarse con libros escritos con higiene quirúrgica, con oficio, con manejo de los instrumentos del lenguaje (interesante ver lo que Quintín dice al respecto de los paszkosquianos en su análisis de La joven guardia). Libros que se leen y se entienden y hasta a veces con suerte se disfrutan cuando esperamos correctamente el colectivo. Libros cordiales que a la larga nos volverían lectores cordiales, sino fuera por esos otros libros que maltratan nuestro entendimiento y que recomendaremos con una insistencia fastidiosa, para después sentirnos más solos todavía frente a la extraña y variada recepción ajena. Porque esos otros libros tienen la virtud de elegir a sus lectores como los lectores los eligen a ellos. No son democráticos. No son políticamente correctos. Son esos libros que se sumergen en lo desconocido, como diría Bolaño. Y ojo, no es necesario que sean “difíciles”, revulsivos o experimentales. No hay que confundir gordura con hinchazón, nunca mejor usado por mí este refrán. Soriano escribió de esos libros, los escribió y escribe Stephen King, lo hizo Simenon.
Finalmente, escribir “bien” sólo puede significar una cosa: escribir con honestidad. Y ser honestos es aceptar que hay cosas a las que no podemos renunciar, porque el estilo es también la forma más acabada de nuestros vicios. Un adjetivo que no da vida, mata, dicen, pero a veces hay que saber que es mejor morir de adjetivitis y no sobrevivir en el limbo de los sustantivos circunspectos. Flaubert decía que era Madame Bovary. Yo digo entonces que soy ese adjetivo, ese merodeo de ideas, ese giro que no va a ninguna parte y que, al menos en la intención, se lanza a lo desconocido. Errar al fin, dar un paso sobre el vacío y después dar otro. Así están las cosas para mí. Flaubert era una mujer histérica, yo soy un adjetivo innecesario, y la literatura sigue siendo el malentendido nuestro de cada día, el hambre para hoy y el pan para mañana.
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* Publicado en la revista literaria Los Asesinos Tímidos