Los talleres son un mundo de respuestas sin preguntas.
La duda es nuestra jactancia.
¿Para qué me sirve preguntarme cosas a la hora de escribir?
¿Por qué escribo, por qué creo que debería escribir?
¿Para quién escribo? ¿Para quién corrijo?
Toda respuesta es provisoria. Lo que importa es la coherencia y la honestidad con la que uno se hace una pregunta, cada vez.
La certeza de que lo que importa es “cómo” se escribe sólo puede parir redactores más o menos pasables, legibles. El “cómo” es una forma de articular las preguntas acerca de “qué” y “por qué” escribimos.
Si “cómo escribir” tuviera una respuesta, nos veríamos obligados a transmitir un saber previo, intercambiable como mercancía.
Escribimos para saber por qué escribimos.
Escribimos para saber para quién escribimos, quién aparecerá del otro lado del espejo. ¿Es un espejo? Que cada uno elija la metáfora que más le guste.
Porque también escribimos para dejar de saber.
Porque las metáforas sirven para afilar las preguntas.
Entonces.
¿Es un espejo, una botella con un mensaje, un mensaje con una botella, un vidrio esmerilado, algo líquido y pegajoso, el culo de un vaso durex?
O lo que vendría a ser casi lo mismo.
¿Por qué yo tendría que escribir lo que estoy escribiendo y no cualquier otra cosa?
¿De qué manera mis experiencias atraviesan la ficción que hago o quiero hacer?
¿Qué es el estilo, y por qué una forma de escribir podría ser mía?
¿Las ideas que tengo son para una novela, una crónica o una confesión con el cura del barrio?
¿Puedo saber si el personaje que inventé es para un cuento o una obra de teatro?
¿Qué tan grave es un gerundio o un adverbio terminado en "mente"?
¿…?
Las preguntas sirven para afilar la escritura. Y las respuestas, como ficciones más o menos perdurables, las dará la escritura misma.